miércoles, 23 de agosto de 2017

Un telediario al año no hace daño


Algunos viejos de la comarca recordamos no sin cierta añoranza aquella época en la que sólo había dos canales de televisión (y un dedo como mando a distancia). Esos fueron años de tierna infancia para mí, en los que el programa estrella era, sin duda, Barrio Sésamo. Los contenidos infantiles eran muy limitados y, en algunos casos difusos, como pasaba con La Bola de Cristal. Y siempre nos quedaban las series 'para todos los públicos' (llenas de pseudo violencia en la que siempre ganaban los buenos, of course) tipo El Equipo A, El Coche Fantástico o La Superabuela.

Años después llegarían las televisiones privadas y las autonómicas. Un espectro de hasta cinco canales, uno de ellos medio codificado, que abrió un sinfín de posibilidades, abanderadas por el anime japonés: Bola de Dragón, Los Caballeros del Zodiaco, Ranma 1/2, Sailor Moon... Y no nos olvidemos de esos programas tan estupendos que nos tragábamos presentados por Miliki y Rita Irasema, Miriam Díaz Aroca y Leticia Sabater (arg).

Teníamos el 'poder de Grayskull' durante el desayuno y la merienda. ¿Y al mediodía? ¿Alegría? No siempre, en mi caso, puesto que era el momento de disputa con mi abuelo.

TELEDIARIO O DIBUJOS

Hay que decir que mi abuelo también fue para mí una especie de hermano (muy) mayor. Se quedó viudo bastante pronto y se vino a vivir con nosotros cuando yo tenía cuatro años. Gran devoto de Santiago Carrillo, de él aprendí un montón de cosas: historias de la Guerra Civil (pro republicanas, no podía ser de otra manera); a jugar al mus, al chinchón, a la brisca y a la escoba; y que es muy importante estar al tanto de las noticias por si viene de repente un Tejero cualquiera con ganas de joderte la democracia.

Igual parte de mi vocación periodística viene de ahí. Aunque cuando tenía siete años no lo tenía tan claro y prefería la pelea dialéctica por hacerme con el mando de la única tele que había en casa a la hora de comer. Por supuesto, no siempre ganaba yo, y gracias a ello pude ver casi en directo algunos pasajes importantes de nuestra historia, como la caída del Muro de Berlín.

Sabía quién era el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición (menuda tirria le tenía el abuelo a Fraga); cuándo había elecciones; conocía a Gorbachov, a Reagan y a Thatcher, que salían siempre dándose la mano y hablando de una cosa llamada Perestroika. Recuerdo el polémico fusilamiento de Ceaucescu en Rumanía y los nuevos países que aparecieron de la antigua URSS.


También supe de la existencia de algunos famosos y de su obra a raíz de sus muertes (y consiguientes obituarios televisivos): Dalí, La Pasionaria, Rafael Alberti, Tino Casal, Paquirri, Fernando Martín... Básicamente, y aunque en la mayoría de los casos no comprendía ni una cuarta parte de lo que se contaba en el Telediario, era más consciente de la realidad adulta que me rodeaba de lo que lo son mis hijos en este momento.

NUEVAS EXPERIENCIAS

Ahora la tecnología digital ha cambiado la película. Nos ha traído un nuevo montón de canales temáticos de atontamiento con los que es posible no enterarse de nada de lo que pasa en el mundo. También para nuestros hijos, que tienen 24 horas de programación infantil diaria non stop, y que les mantiene lejos de la cruda realidad.

Nuestro caso personal no es muy diferente. Tanto el padre analógico como yo somos periodistas e intentamos estar al tanto de la actualidad a través de las redes, así que en casa no se ven las noticias de televisión. Las pocas veces que encendemos la caja tonta (aunque ya mejor que caja podríamos decir 'cartoncillo') con los niños delante es para poner Clan o alguna película para todos los públicos. Ya se sabe, en casa del herrero...

Sin embargo, estos días de verano en los pueblos los abuelos y los nietos han tenido que compartir tele y alternar dibujos con noticias. Algo que ha servido para despertar la atención y ciertos conocimientos del nuestro hijo mayor por figuras como la de Ángel Nieto. O por saber qué es exactamente el terrorismo y por qué hay gente que es capaz de coger una furgoneta y atropellar a papás, abuelos y niños como él sólo porque sí.



Son realidades, duras y difíciles de entender, pero creo que no debemos hacerles ajenos a ellas. Sobre todo para que entiendan que el mundo no es de algodón de azúcar y de vivos colores. Que la gente muere, muchas veces de forma injusta; que hay niños que no tienen la misma suerte que ellos, que tienen que trabajar desde pequeños y recorrer largos caminos para tener agua potable. Que hay muchos peligros que les rodean y que deben estar alerta. Que hay una cara y una cruz.


Tengo el recuerdo de una niña que se había quedado atrapada en el lodo y que hablaba con las cámaras sabiendo que iba a morir. Suena a noticia de color amarillo chillón, pero lo cierto es que su rostro sigue clavado en mi cerebro después de treinta y dos años. Tanto que, escribiendo este texto he querido y podido encontrar su historia sólo buscando una foto.

Se llamaba Omayra Sánchez, tenía 13 años y fue una de las muchas víctimas del volcán Nevado del Ruiz, que arrasó el pueblo de Armero (Colombia). Sus piernas se quedaron atrapadas entre los restos de su casa y no pudieron sacarla de allí. Su agonía duró tres días y tres noches, rodeada de los equipos de salvamento que intentaron lo imposible por ayudarla y de los periodistas que consiguieron que su entereza y su triste historia recorriese el mundo entero.


Probablemente no es ésta una de las imágenes que nos gustaría que nuestros hijos retuvieran en su cerebro, pero a mí (que sólo tenía 4 años cuando ocurrió) no sólo no me generó ningún trauma sino que creo que me hizo más sensible a los problemas que por entonces recorrían el mundo (qué poco han cambiado).

No creo que sea bueno esconder o diluir las verdades que nos rodean y mucho menos prohibirles ver las noticias. No sólo para que tengan una cultura general beneficiosa de cara al futuro, también para trabajar su pensamiento crítico. No se trata de ponerles la carne cruda sobre la mesa, pero sí de que sepan que existen brechas, diferencias grandes o pequeñas, la mayoría injustas, que hay que reparar entre todos. Probablemente si trabajamos con ellos esa mentalidad el día de mañana buscarán soluciones para crear un mundo mejor.

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