Una de las cosas que recuerdo de mi niñez es mi
adicción a la televisión. Mi madre cuenta muchas veces que en cuanto fui capaz de llegar al botón de encendido de la caja tonta (probablemente con menos de dos años) lo primero que hacía al despertar, o al volver de la calle, era encender el televisor. Aunque luego no lo viese y me fuese a mi cuarto a jugar, pero no permitía que se apagara.
Sólo había una tele en casa y siempre estaba de peleas con mi abuelo, que vivió con nosotros desde que se quedó viudo recién jubilado hasta que murió a los 88 años, por elegir cadena a la hora de comer: o telediario o dibujos animados. Esa era la cuestión.
Y siempre había un ganador: el tubo de rayo catódico. Comíamos embobados sin charlar, sin mirarnos. Sólo con la vista fija a la pantalla.
El tiempo pasó, nuestro cuerpo cambió (la tele perdió culo y yo lo gané).
Y ahí seguimos las dos, compartiendo penas y alegrías, aunque nuestra relación se ha enfriado. Ya no me peleo con nadie porque no hay ningún contenido que me retenga. En realidad ya sólo la utilizo, le dejo a los niños para que los entretenga: a veces con Clan y otras con Teledeporte. A veces pienso que debería ser sincera y contarle que la he traicionado con mil y un dispositivos, táctiles o no, que ya no la necesito como antes, que ya no conectamos como antes...
Y, de repente, llega la noche, la hora de la cena y ahí estamos, papá y mamá, frente a la pantalla, d
ejando que nuestros cerebros se dispersen con algo sencillo de digerir. Y, como no, siempre están cerca los smartphones, por si hay que twittear algo, y la tablet, por si alguno se aburre y se quiere echar una partida al Crossy Road (pero qué fan soy de este juego). Pantallas, pantallas y más pantallas.
Una hora antes, los enanos han cenado en la cocina. Sin tele, pero con tablet. He de decir que en los últimos meses ha estado más apagada que encendida, pero
hay días en que la reclaman y no se la puedo negar, siempre que se hayan portado bien, claro. Después de un largo día de colegio, de academias, de deberes... ellos también necesitan su momento de dispersión.
ESTUDIOS QUE NOS MUESTRAN NUESTRA IMPERFECCIÓN
¿A qué viene esto? Quería enlazar esta reflexión a un estudio que CinfaSalud acaba de publicar aprovechando el
Día Mundial de la Alimentación, que se celebró el 16 de octubre, y que ha sido realizado con una muestra de 3.000 padres y madres de niños de entre 6 y 12 años. Titulado
Percepción y hábitos de salud de las familias españolas sobre nutrición infantil, asegura que
el 71% de los niños españoles comen con una pantalla (cualquiera) delante. De ese total, más del 25% lo hace de forma habitual y, según el estudio, éstos tienen más papeletas de sufrir sobrepeso y obesidad que los que no lo hacen.
Según el doctor Cristóbal Coronel, secretario y miembro del grupo de trabajo de Nutrición y Patología Gastrointestinal de la Sociedad Española de Pedriatría Extrahospitalaria y Atención Primaria (Sepeap), las pantallas "deben aparcarse durante la comida, porque impiden disfrutar de las texturas y sabores de los alimentos. Además,
no permiten la conversación familiar y anulan cualquier posibilidad por parte de los progenitores de inculcar a sus hijos e hijas hábitos saludables a la mesa, que les ayuden a prevenir el sobrepeso, la obesidad y las enfermedades crónicas de base nutricional en la infancia como la diabetes o la hipertensión".
No digo que no sea verdad pero no estoy del todo de acuerdo con ese razonamiento. No se trata sólo de ver la pantalla mientras uno se come el filete (a mí, personalmente, ese entretenimiento me ha ayudado a comer más despacio y a no devorar, como desaconseja la comunidad médica).
Se trata de alimentarse de forma variada comiendo cantidades razonables, algo que estamos perdiendo por pereza, por falta de tiempo o por no discutir con los niños. Cenar salchichas, pizza u otros alimentos precocinados es un clásico en las noches de 'no sé qué hacerles hoy a los niños' cuando sería mejor una ensalada, un pescado o unas verduras a la plancha.
Se trata de salir a pasear, a correr, a saltar... de jugar en la calle todo lo que podamos para quemar calorías y socializar. Pero, claro, a veces es más fácil dejar a los niños aparcados frente a la tele mientras terminamos de hacer limpiezas, comidas, cenas, mandar mails o, muy de vez en cuando, jugar al Crossy Road.
Se trata de hacerles almorzar y merendar fruta de forma habitual, de que desayunen, de que duerman las horas que necesitan... Según el estudio, casi el 83% de los niños no desayunan correctamente. ¿Y qué es desayunar correctamente? "Un lácteo, un cereal y una fruta", dice el doctor González Zorzano, experto en nutrición del Departamento Médico de Cinfa, que añade que sólo el 11,7% de los niños toma fruta en el desayuno y que el 17,6% bebe zumo natural (es un hecho: en mi casa y en la de muchos otros se bebe de brick). El informe también advierte de que el 12,2% de los menores españoles sigue tomando bollería industrial en el almuerzo y que el bocadillo sigue siendo el tentempie favorito de padres y niños.
No, señor. El problema no está en mirar la pantalla mientras nos alimentamos. Si nuestros hijos siguieran a rajatabla las recomendaciones de los nutricionistas pero, por el contrario, comiesen y cenasen (equilibradamente) delante de Peppa, Pocoyo, Chase y compañía, ¿caerían en el pozo de la obesidad y la diabetes? No estoy muy segura de ello, de hecho creo que merecería la pena llevar a cabo el experimento.
¿Alguien se anima?